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Lámpara perenne.
Sobre un poema (Mujer con alcuza) de Dámso Alonso

             Lámpara perenne

 

 

  Los egipcios en la antigüedad acostumbraban a sepultar a sus muertos más distinguidos acompañados con lámparas inextinguibles que iluminaban, por los siglos de los siglos, las oscuras cámaras mortuorias. Muchas de estas lámparas fueron halladas por los curiosos muchos años después y sólo se apagaban cuando el aire exterior las golpeaba. Los griegos posteriormente y los romanos también conocieron el secreto de estos candiles, a los cuales llamaron “lámparas perennes”. Nadie nunca supo, ni los alquimistas de la Edad Media, cuál era la fórmula del combustible que las alimentaba, pero lo que no es un secreto para nadie es que una lámpara simboliza la vida eterna y a Dios mismo.

 

  Diógenes el Cínico recorría las empedradas callejuelas del ágora ateniense con una lámpara suspendida en una mano mientras sus ojos iban interrogando a la muchedumbre. Cuando alguien le preguntaba qué buscaba, él simplemente respondía: “Un hombre…”. Su lámpara eran las pupilas del alma que buscaban una partícula divina entre sus conciudadanos siempre entretenidos con las bisuterías del gran mercado.

Dante, quien se hallaba perdido en una “selva oscura”, ve la Luz en su guía Virgilio, a quien llama: “…de poetas, luminar y gloria…”. El bardo latino simboliza en la Divina Comedia la lámpara encendida que cortará en dos el espeso manto de las tinieblas del Infierno para que el Florentino pueda divisar la otra Luz más grande.

 

  Más recientemente, Alicia, la niña del País de las Maravillas, camina por un bosque y ve a un conejo blanco que penetra por un agujero. Este conejo, que no es blanco accidentalmente, se transformará en el Virgilio o en la lámpara que ayudará a Alicia a navegar entre las sorprendentes aventuras que los aguardan.

El simbolismo de la lámpara es infinito no sólo en la literatura o la religión, sino también en todo lo referente al espíritu humano, ya que el sol en sí mismo encarna la gran lámpara del universo: el lado opuesto de la oscuridad y lo terrible.

 

  El poema de Dámaso Alonso “Mujer con alcuza” es una de las mejores representaciones poéticas de la “lámpara perenne” en el lóbrego siglo XX. Lóbrego porque fue un siglo de guerras y de posturas ideológicas extremistas que llevaron a la muerte a millones de seres humanos y dejó tras su paso cientos de pueblos y naciones destrozadas; la misma España, por ejemplo, la cual padeció el poeta y la que quizás la mujer del poema simboliza, quedó en ruinas y sufrió largos años de hambre y de penuria.

 

¿Adónde va esa mujer,
arrastrándose por la acera,
ahora que ya es casi de noche,
con la alcuza en la mano?

 

  La imagen es contundente y desoladora. Vemos a una mujer entrada en años, sola y harapienta, que pasa silente por una calle vacía y nocturna. ¿Hacia dónde va? Quizás hacia el lugar a donde también fueron los muertos egipcios acompañados por una tenue luz inextinguible.

El poeta inmediatamente nos coloca ante dos símbolos eternos: la oscuridad y la luz, el ser humano que desde siempre se ha arrastrado por el universo con una lámpara en la mano, la fe y lo desconocido, el viaje y el horizonte, la otra orilla, la espada que abre la bóveda celeste del infinito, el misterio de la vida y la muerte.

 

  “Acercaos…”, nos dice el poeta y de repente somos esa mujer que sufre, esos zapatos que desgastan losa, ese chal que se envuelve en el cuello como el nudo de una soga que nos ahorcará, porque estamos condenados a la muerte, como dice Sócrates, desde nuestro nacimiento.

Y una vez cerca, dejamos de ir por una calle para caer en una “zanja abierta”, “antigua”, “reciente”. Antigua, sí, es la zanja del destino humano, pero el poeta nos recuerda que moderna también, como lo experimentamos todos los días cuando nos llegan señales de irreversible injusticia: “…tierra que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó”.

 

  “Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren, / en un tren muy largo; / ha viajado durante muchos días / y durante muchas noches…”. No sólo el poeta nos presenta ahora el símbolo del tren, que es el viaje de la vida, sino que nos habla de los “días y las noches” con un ritmo que nos recuerda Los trabajos y los días de Hesíodo, como si vivir fuera una fatigosa labor, una rutinaria faena bajo la luz del sol, el inicio del periplo humano frente al ojo insomne de los dioses. Largo viaje bajo las estrellas, o mejor dicho: “en los campos en donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas” que más bien parecen chispazos de felicidad o pensamientos nobles.

 

  “Y ella ha viajado y ha viajado, / mareada por el ruido de la conversación…”. ¿Quién le habla si no todos los muertos de la historia que también han viajado en ese tren? Tal parece que vamos ahora en la nave Argos en busca del Vellocino de Oro o junto a Ulises tambaleándonos sobre el oleaje del Egeo. ¿Y no es “el traqueteo de las ruedas” el ruido de la conciencia, ese trueno que nos golpea desde el Génesis cuando despertamos y nos vimos desnudos, desamparados, frágiles como almas encerradas en un cuerpo que cambia y se pudre constantemente?

 

  Ese cuerpo es un único cuerpo que no tiene nombre: “…ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban…”, nos dice el poeta. Y ese tren tampoco tiene nombre ni estación ni destino, pero igual que el pasar de los días o el dolor lima y desgasta la existencia: “…como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma…”. Y el poeta no tiene reparo en usar dos palabras seguidas con erre porque deben sonar como una rasgadura o como una sierra mecánica.

 

  “Pero las lúgubres estaciones se alejaban…”: como se aleja también la juventud o como se aleja quizás la misma luz de la alcuza. “…Y por fin se ha dormido…”, nos dice el poeta para conducirnos a lo más profundo del ser humano, el subconsciente, donde todo parece esperarnos con sus verdades entrecortadas, sus imágenes arquetípicas que sondean y cavan en el fértil campo del simbolismo humano. Entonces, la mujer escucha “gritos ahogados y empañadas risas, / como gente que habla a través de mantas bien espesas…”. La mujer parece oír muy profundo en el sueño la revelación de un secreto, la desnudez de Isis, que como el oro tan buscado “pone amarilla un momento la noche…”.

 

  “Luego nada. / Sólo la velocidad…”, ya aquí la mujer está muy lejos del movimiento del tren de la vida, donde no encuentra a nadie, y muy lejos también del sueño profundo, donde sólo escuchaba gritos. Ahora ella ha llegado a la “Nada” o lo que es lo mismo al “Todo”, al Uno pitagórico, a la Idea platónica, al centro luminoso, a Dios, a la gran llama que mantiene el movimiento universal, la Voluntad cósmica como la llamaba Schopenhauer. El movimiento, la velocidad, el río constante de la Existencia con mayúscula, ese estallar y expandirse, ese recogerse y arder y estallar de nuevo al Infinito.

 

  “Y esta mujer se ha despertado en la noche / y estaba sola…”. Sí, sola, y no podía hallar a nadie que no fuese a sí misma porque ha renacido en otro tren que lleva el mismo destino que el anterior. Y estaba sola porque nunca la acompañó nadie, porque nunca nadie la podría acompañar en su propio viaje existencial, a no ser la alcuza, el candil, la lámpara perenne.

​

Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como un atributo de una semidiosa, su alcuza), / abriendo con amor el aire, abriendo con delicadeza exquisita, /como si caminara surcando un trigal en granazón, / sí, como si fuera surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces, o una nebulosa de cruces…

 

  Esa Luz siempre iluminará sus pasos por la calle vacía. Luz que la acompañará en el viaje que eternamente serán “¿…ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?”. Porque esa Luz que vive en la alcuza es la dignidad del hombre, su única y fiel compañía que “alumbra y mata”, como dijera el poeta cubano José Martí.

 

  Sólo los faraones egipcios, Diógenes, Dante, Alicia o Dámaso saben de esa lámpara encendida en medio de la noche.

 

 

 

Mujer con alcuza

Dámaso Alonso

       

      A Leopoldo Panero

 

¿Adónde va esa mujer,
arrastrándose por la acera,
ahora que ya es casi de noche,
con la alcuza en la mano?
Acercaos: no nos ve.
Yo no sé qué es más gris,
si el acero frío de sus ojos,
si el gris desvaído de ese chal
con el que se envuelve el cuello y la cabeza,
o si el paisaje desolado de su alma.
Va despacio, arrastrando los pies,
desgastando suela, desgastando losa,
pero llevada
por un terror
oscuro,
por una voluntad
de esquivar algo horrible.
Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes,
y tristes caballones,
de humana dimensión, de tierra removida,
de tierra
que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó,
entre abismales pozos sombríos,
y turbias simas súbitas,
llenas de barro y agua fangosa y sudarios harapientos del color de la desesperanza.
Oh sí, la conozco.
Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren,
en un tren muy largo;
ha viajado durante muchos días
y durante muchas noches:
unas veces nevaba y hacía mucho frío,
otras veces lucía el sol y rejemía el viento
arbustos juveniles
en los campos en donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas.
Y ella ha viajado y ha viajado,
mareada por el ruido de la conversación,
por el traqueteo de las ruedas
y por el humo, por el olor a nicotina rancia.
¡Oh!:
noches y días,
días y noches,
noches y días,
días y noches,
y muchos, muchos días,
y muchas, muchas noches.
Pero el horrible tren ha ido parando
en tantas estaciones diferentes,
que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
ni los sitios,
ni las épocas.
Ella
recuerda sólo
que en todas estaba oscuro, y que al partir, al arrancar el tren
ha comprendido siempre
cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
ha sentido siempre
una tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara de la mejilla,
como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,
como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables margaritas, 
blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo,
como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios 
y esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir.
Pero las lúgubres estaciones se alejaban,
y ella se asomaba frenética a las ventanillas,
gritando y retorciéndose,
sólo
para ver alejarse en la infinita llanura
eso, una solitaria estación,
un lugar
señalado en las tres dimensiones del gran espacio cósmico
por una cruz
bajo las estrellas.
Y por fin se ha dormido,
sí, ha dormitado en la sombra,
arrullada por un fondo de lejanas conversaciones,
por gritos ahogados y empañadas risas,
como de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas,
sólo rasgadas de improviso
por lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche,
o por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les pellizcan las nalgas,
…aún mareada por el humo del tabaco.
Y ha viajado noches y días,
sí, muchos días,
y muchas noches.
Siempre parando en estaciones diferentes,
siempre con una ansia turbia, de bajar ella también, 
de quedarse ella también,
ay,
para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada,
para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.
…No ha sabido cómo.
Su sueño era cada vez más profundo,
iban cesando,
casi habían cesado por fin los ruidos a su alrededor:
sólo alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las sombras,
algún cuchillo como un limón agrio que pone amarilla un momento la noche.
Y luego nada.
Sólo la velocidad,
sólo el traqueteo de maderas y hierro
del tren,
sólo el ruido del tren.
Y esta mujer se ha despertado en la noche,
y estaba sola,
y ha mirado a su alrededor,
y estaba sola,
y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,
a algún empleado,
a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
y estaba sola,
y ha gritado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado
quién conducía,
quién movía aquel horrible tren.
Y no le ha contestado nadie,
porque estaba sola,
porque estaba sola.
Y ha seguido días y días,
loca, frenética,
en el enorme tren vacío,
donde no va nadie,
que no conduce nadie.
…Y esa es la terrible,
la estúpida fuerza sin pupilas,
que aún hace que esa mujer
avance y avance por la acera,
desgastando la suela de sus viejos zapatones,
desgastando las losas,
entre zanjas abiertas a un lado y otro,
entre caballones de tierra,
de dos metros de longitud,
con ese tamaño preciso
de nuestra ternura de cuerpos humanos.
Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, su alcuza),
abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
como si caminara surcando un trigal en granazón,
sí, como si fuera surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces, 
o una nebulosa de cruces,
de cercanas cruces,
de cruces lejanas.
Ella,
en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,
se inclina,
va curvada como un signo de interrogación,
con la espina dorsal arqueada
sobre el suelo.
¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera,
como si se asomara por la ventanilla
de un tren,
al ver alejarse la estación anónima
en que se debía haber quedado?
¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro
sus recuerdos de tierra en putrefacción,
y se le tensan tirantes cables invisibles
desde sus tumbas diseminadas?
¿O es que como esos almendros
que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta,
conserva aún en el invierno el tierno vicio,
guarda aún el dulce álabe
de la cargazón y de la compañía,
en sus tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?

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